(JOSÉ MARÍA GUELBENZU) EL LIBRO DE LA SEMANA. La novela inédita de Julien Gracq Las tierras del ocaso es una hermosa celebración de la libertad y la dignidad de las personas y los territorios en los que habitan.
La aparición en España de una novela inédita de Julien Gracq (1910-2007), uno de los más grandes autores del siglo XX, es un acontecimiento literario de primera magnitud. La escribió, según parece, en 1956 y ahí quedó hasta que José Corti, su editor francés, la rescató en 2014. Louis Poirier (verdadero nombre de Gracq) fue siempre un hombre alejado de toda popularidad, que rehusó el Prix Goncourt en 1951, concedido por una maravillosa obra maestra (El mar de la Sirtes), de la que Las tierras del ocaso es una suerte de continuación. Es un autor minoritario, alejado por completo de la farándula literaria, con raíces en el romanticismo alemán, empeñado en aflorar una escritura prodigiosa al servicio de la expresión más exigente. Si El mar de las Sirtes es una novela de “espera” (en el sentido que lo es El desierto de los Tártaros aunque bien distinta en escritura e intención), Las tierras del ocaso podemos considerarla su continuación en la medida en que es posible conectar Bréga-Vieil, la ciudad ensimismada y envejecida de la que parten el narrador y sus compañeros, con la Orsenna de El mar… El grupo de amigos que se dirige a la ciudad de Roscheta, en las lindes del Reino, lo que hace es salir de la ciudad amurallada y condenada para incorporarse del frente de batalla, donde atacan los invasores bárbaros. Si Orsenna o Bréga-Vieil son el símbolo de la decadencia y la inacción carcomido por un hedonismo tan acusado como estéril, agotado, la partida de los compañeros a Roscheta y a defender el castillo de Armagh tiene la emoción y la gallardía de una redención.
La novela se sitúa en una época intemporal, lo que quiere decir que aspira a la validez universal. La primera parte narra el camino a Roscheta; la segunda, la defensa de la ciudad y del Reino en definitiva. La novela no la cerró su autor; estuvo trabajando en ella a lo largo del tiempo, retocando, rehaciendo…, pero, aunque no tengamos el final que quedó en la mente de Gracq, sí disponemos de su intención y de un texto autosuficiente que en nada tiene que envidiar a sus mejores páginas. El libro es un bloque que se anuda sobre la idea de reacción y redención: reacción ante el peligro de extinción, redención de un tiempo muerto para cambiarlo por un futuro o morir en el intento. Ahí está la diferencia con El mar… Y en la acción tiene un valor fundamental la camaradería, el compañerismo del grupo y del grupo con la gente. ¿Acción en un autor tan demorado, tan meticuloso, tan enamorado de la expresión de la belleza como Julien Gracq? Sí. En primer lugar, porque las imágenes se muestran y suceden como “acción”; si es una novela descriptiva, a veces ensimismada, el derroche verbal y el nervio poético dinamizan el texto como si en realidad estuviéramos leyendo una novela de aventuras, una novela donde el brioso combate de las palabras por alcanzar la más alta expresión, precisión y pureza descriptiva sacude el espíritu y la sensibilidad del lector con una emoción semejante a la que ejerce sobre él una aventura de capa y espada.
Pero, además, cuando Gracq se ve obligado a entrar en la acción propiamente dicha logra momentos de la más alta intensidad. Ese último tercio con el castillo en llamas, de noche, perseguidos por la horda invasora que los obliga a abandonar sus defensas en la noche y salir a campo abierto, recuerda sin sonrojo la huida de Eneas y sus compañeros de una Troya ardiendo y tomada por los aqueos.
Apoyado en una descripción de la naturaleza como una complicidad con la vida, esta obra es una hermosa celebración de la libertad y la dignidad de las personas y los territorios en los que habitan estas personas. Hay, sin duda, una semejanza a la Francia ocupada que, en todo caso, se deja a gusto del lector y de su imagen de la historia. El exquisito y poderosísimo lenguaje se ocupa de abrir toda interpretación. Pero veamos un ejemplo de uso del lenguaje: “De pronto los ojos parpadean bajo la cruda luz que la desmaquilla, la Ciudad aparece tal como será barrida por la oleada: un rompiente sepulcral, una roca abrasada, un alto órgano de piedra para los vientos agudos, cuando se decolore, día tras día, bajo el sol el coral muerto de sus piedras secas y cuando sólo el viento, sin ruido, haga deslizarse interminablemente a ras de tierra, por las callejuelas vacías, semejantes a los encajes de guipur de una playa después de la marea baja, las finísimas randas del polvo”. Alma poética, expresión, narrativa, pasión.
¿Qué es lo que mueve a la acción y aun al sacrificio a estos cinco compañeros? “Nadie nos ha traído aquí”, dice el narrador. “No había motivos, no había realmente motivos. Para nosotros nunca hubo motivos. Se los hemos dejado a los que no vinieron. Nos basta con estar encerrados aquí”. Dentro de esta portentosa escritura de vida.